Tres niñas se sientan juntas, apretadas, enlazadas unas a otras. Nos miran,
cada una desde su propia mirada, y juntas dan un ligero salto en sus sillas.
La tristeza es una materia difusa, como la atmósfera que envuelve a estas
niñas. Una atmósfera tejida en un material vaporoso y, sin embargo,
sorprendentemente sólido. Las niñas, no sabemos de qué están hechas. Ni el
acercarse, ni el pegar la nariz al límite que nos separa de ellas nos aportará
pruebas. Pero ellas están, de eso no cabe duda. Están y miran. Acaso también
respiran. Y tal vez sea arriesgado decirlo, pero, ¿por qué no?, a veces creo
que susurran.
La antigua insistencia en atrapar el tiempo, parece resuelta de un modo tan
simple como la acción de apresar aire en un frasco. Aquello que contiene y retiene
a las tres niñas contiene también aire y tiempo; todo el aire y todo el tiempo
que pueden entrar en un espacio de tamaño tan reducido: una bocanada de aire,
tal vez uno o dos minutos de tiempo, y sólo tres niñas (ni siquiera completas).
El aire, el tiempo y las niñas son algo sólido, pero se mueven muy
sutilmente. Son aire, tiempo y niñas, pero también son algo más, algo que no
tiene un nombre, y que ha tomado una forma arbitraria, la de la caja que los
contenía. La caja ya no existe. Ellos –aire, tiempo y niñas– son el fantasma de
la caja, ellos son su propia caja.